Origen y desarrollo constitucional de Roma
Introducción Ya en 1963, señalaba A. Momigliano cómo el tema de los orígenes de Roma constituía una escuela ideal del método histórico, pues permite como muy pocas otras parcelas de la Historia Antigua contrastar y combinar el análisis crítico de las fuentes literarias con la evidencia proporcionada por los datos arqueológicos. Y en efecto, el estudio de la Roma primitiva parte de una situación documental bastante singular. Por un lado, existe una tradición literaria que dentro de las carencias propias de cuanto se refiere a los primordia, no puede tenerse por escasa, pero que por las condiciones de formación y transmisión, exige para su tratamiento un mayor esfuerzo en la crítica. Junto a ella, se presenta una documentación arqueológica en continuo auge, única vía que ante el agostamiento de la tradición, que difícilmente puede ver ya incrementado su caudal, proporciona datos nuevos acerca de tan lejanas épocas. Pero la arqueología tiene también su lado oscuro, que no es otro que la parcialidad de la información que transmite, de forma que necesariamente no tiene por qué utilizarse como instrumento permanente de validación o rechazo de las noticias transmitidas por vía literaria, según un método que en los últimos años tiende a ser cada vez más utilizado. No se puede poner en duda el extraordinario valor de la arqueología como fuente de información para los orígenes de Roma. En honor a la verdad, debe recordarse que ha sido gracias a esta última en el que se haya podido avanzar en la comprensión y mejor conocimiento de tan oscura época. Pero a la vez conviene estar permanentemente alerta sobre los límites y dificultades que entraña esta documentación. Pese a su enorme importancia, la arqueología no es la medicina que va a curar todos nuestros males, pues su capacidad de respuesta a las cuestiones que continuamente se plantean está lejos de convertirse en absoluta. Los datos que ofrece, en todo momento valiosísimos, constituyen un testimonio mudo que es necesario interpretar, y no siempre estamos en condiciones de hacer correctamente. Si ante las características de la documentación disponible el historiador debe aportar no pocas dosis de imaginación, ésta se transforma muchas veces en fantasía cuando se interroga al testimonio arqueológico. Y no es pertinente respaldarse en la acusación de que no se sabe formular la pregunta correcta, pues si a un dato arqueológico se le somete a un «tercer grado», invariablemente dirá aquello que queremos oír. La arqueología acude a unos medios de información que le son propios, pues dependen en última instancia de la cultura material, por lo que en numerosas ocasiones sus intereses no son coincidentes con los de la tradición literaria, en especial cuando nos referimos a una época arcaica. De aquí se deduce una consecuencia a mi modo de ver de gran trascendencia y que influye decididamente en las condiciones de la interpretación histórica. Los datos ofrecidos por la arqueología difícilmente pueden confirmar o desmentir importantes hechos que por su naturaleza sólo son perceptibles a través de las fuentes literarias: en el mejor de los casos mostrarán una faceta distinta o complementaria de ese hecho, pero nunca tal como lo expone la tradición. ¿Acaso la arqueología puede confirmar o negar la historicidad de la legislación sacerdotal atribuida al rey Numa Pompilio, de las reformas de Tarquinio Prisco o de la organización censitara instituida por Servio Tulio? Y por el contrario, sería inútil buscar en el texto analístico una exposición pormenorizada sobre las condiciones de la producción y de intercambio o acerca de la articulación interna de los poblamientos en la época protourbana. Si iniciamos este camino, peligroso e incierto, de confrontación abierta entre uno y otro tipo de información, las posibilidades de error se multiplican, y a este respecto es imposible invocar más de un caso donde los datos arqueológicos son manipulados y forzados a coincidir con la tradición, y a la inversa. En una reciente y crítica obra sobre la metodología empleada en los modernos estudios históricos sobre los orígenes y primeros siglos de Roma, J. Poucet afirma con razón que el historiador no puede ampararse en las características de la documentación y situarse así al margen de los criterios que rigen la crítica histórica. Sin embargo, no es menos cierto que aun afanándose igualmente en el principio fundamental de la búsqueda de la verdad histórica, el historiador de los orígenes de Roma no puede pretender idénticos objetivos concretos que el resto de sus colegas, pues en definitiva no dispone de idénticos elementos de juicio. Y si los canales y la materia de la información son diferentes, también el método de trabajo ha de exigir determinadas peculiaridades. De ahí la idea, cada vez más extendida, según la cual el estudio de los orígenes y primeros tiempos de Roma tiende casi a convertirse en una subespecialidad dentro del campo general de la Historia Antigua. Así, ningún estudio sobre la Roma del siglo I d. C. se plantea como paso previo la demostración de la historicidad de los emperadores Julio-Claudios, pero este beneficio no se otorga a la lista de los reyes romanos, cuya existencia es puesta, sin argumentos de peso, continuamente en entredicho, con lo cual se rompe el armazón cronológico que estructura la comprension histórica de la época. El historiador de la Roma primitiva se mueve pues en un universo complejo y difícil, en el que las hipótesis prevalecen sobre las certezas, y sobre todo con la pesadumbre de que quizá nunca se podrá llegar a ofrecer una respuesta satisfactoria no ya a cuestiones concretas, sino lo que es más grave aún, a una visión general del proceso. Aun así, el esfuerzo que se vuelca sobre estos estudios es ingente, y de ahí que el problema histórico de los orígenes de Roma siga siendo de los más debatidos y de actualidad más candente. No estamos por tanto ante un tema de moda. Prueba de ello son los continuos intentos que vanamente se ofrecen como respuesta que pueda tenerse casi por definitiva. Pero en realidad, y como premisa previa a todo debate, hay que admitir que no existe tal panacea: el tiempo de las interpretaciones revolucionarias ha culminado. Cierto es que de vez en cuando un hallazgo arqueológico de singular importancia hace tambalear todo aquello que, con no escaso esfuerzo, se ha ido construyendo a lo largo del tiempo, surgiendo así nuevas ilusiones que creen poseer la clave que permitirá comprender cómo se formó esa realidad que fue Roma. Pero las cosas no son por desgracia tan sencillas. Hace más de cuarenta años, en un artículo sobre la protohistoria italiana, M. Pallottino, creador de la moderna etruscología y una de las mentes más preclaras en el estudio de la Italia arcaica, señalaba que «no parecerá exagerado afirmar que aquello que ignoramos es la regla y lo que conocemos la excepción», por lo que «todo intento de sistematización y reconstrucción debería tener en cuenta esta realidad negativa como un dato concreto». Una advertencia de este tipo, plenamente válida en la actualidad, recuerda inmediatamente el caso de Roma, y no en vano el mismo Pallottino, en su última obra sobre los orígenes y primeros siglos de la historia de la ciudad, vuelve a insistir con fuerza en estas ideas, fundamento metodológico de todo discurso científico centrado en este problema. Los hechos lo demuestran continuamente. La investigación arqueológica en Roma adolece la dificultad añadida de la propia historia de la ciudad, que tras una ocupación milenaria, ha visto destruida la mayor parte de los restos relativos a su pasado más remoto. Sirva como ejemplo la necrópolis protohistórica del Esquilino, uno de los elementos de la documentación arqueológica que mayor importancia asumen en todos los intentos de explicación y reconstrucción de los orígenes de Roma. Esta necrópolis fue descubierta en 1870, en ocasión de la ampliación urbanística de Roma al convertirse ésta en capital del nuevo reino de Italia. Las condiciones que guiaron la recuperación, ordenación y clasificación de los materiales arqueológicos hallados en ocasión de las obras no fueron las mejores que cabría esperar. Además la supervisión administrativa de la comisión arqueológica creada al efecto sólo se ejerció de manera eficaz en las áreas de titularidad pública, esto es calles y plazas, pero no tanto sobre las parcelas consignadas a los privados para su edificación. De aquí se deduce que la parte de la necrópolis susceptible de ser utilizada por la investigación histórica es muy pequeña en relación a su tamaño original, de manera que la información que proporciona por fuerza ha de ser incompleta. Este dato negativo no debe ser subestimado, por lo que en no escasa medida las conclusiones que se deduzcan a partir de este complejo no dejan de ser presunciones basadas en el argumentum e silentio. Un nuevo e interesante elemento que se ha sumado al debate viene como resultado de las excavaciones de A. Carandini en la ladera septentrional del Palatino, allí donde esta colina cae hacia la Velia. El hallazgo fundamental consiste en un muro, con una puerta, del que se han identificado varias fases desde su construcción en la segunda mitad del siglo VIII hasta su definitiva anulación doscientos años después, cuando el lugar fue ocupado por viviendas aristocráticas. Un descubrimiento de este tipo por fuerza ha de provocar intensas discusiones, suscitando nuevas interpretaciones sobre los orígenes de Roma. La propuesta inmediata se ha centrado en la revitalización de la versión tradicional sobre la fundación de Roma, otorgando a la obra de Rómulo completa historicidad. Sin embargo, las cosas no parecen tan sencillas. El muro viene a resaltar un hecho cuya existencia ya se suponía por otras noticias, sobre todo algunos elementos de la vida religiosa de probada antigüedad y ciertos datos toponomásticos, esto es, el carácter central del Palatino en el proceso de formación de Roma, pero en momento alguno puede ser invocado como confirmación de la leyenda fundacional de Roma. En otras palabras, fue el Palatino quien atrajo al legendario fundador y no este último quien dio fama al Palatino. Al hilo de este descubrimiento, se han ido desarrollando nuevas interpretaciones que forzando los datos arqueológicos (áreas del Comicio, Regia, Capitolio), tratan de mostrar que Roma era ya una ciudad en la segunda mitad del siglo VIII. Pero como dice C. Ampolo, todos estos elementos son necesarios para definir un asentamiento ciudadano, pero no suficientes. En definitiva, no es sino en torno al año 600 cuando se puede observar con absoluta claridad, tanto por el testimonio arqueológico como cuanto se deduce de las fuentes literarias, la presencia de una estructura urbana. Hasta donde alcanzan los datos disponibles, el poblamiento primitivo de Roma no se configura como una mancha de aceite, sino que condicionado por la peculiar topografía -muy diferente a la que alberga los centros laciales o de la Etruria meridional-, debió distribuirse en pequeños núcleos situados perferentemente en las alturas. La ocupación permanente de las partes bajas, y en especial del valle del Foro, centro de la futura ciudad, sólo fue posible una vez realizados los pertinentes trabajos de canalización y desecación de las zonas pantanosas, cuyos primeros testimonios se sitúan a mediados del siglo VII. Es muy posible que en la segunda mitad del siglo VIII, con el inicio del período orientalizante, los distintos grupos de población diseminados en el lugar se unieran para constituir una entidad superior, que podría definirse como protourbana. El paso siguiente, la constitución de una estructura plenamente urbana, sólo se conseguiría a finales del siglo VII, en el momento que surge una conciencia ciudadana que supera los anteriores vínculos de carácter gentilicio. En el plano arqueológico, esta nueva situación se percibe sobre todo en la nueva organización que asume el valle del Foro, con la adecuación de lugares destinados al cumplimiento de los fines que exige la ciudad. Pero es sobre todo en el campo ideológico e institucional donde mejor se comprueba la presencia de una estructura cívica: creación de un santuario poliádico (templo de Júpiter sobre el Capitolio), nueva definición del poder real con un carácter más laico, institución de un ejército ciudadano adaptado a la táctica hoplítica, regulación del tiempo cívico mediante un nuevo calendario, etc. La nueva organización ciudadana se reforzará en el siglo VI merced sobre todo a las reformas de Servio Tulio, de manera que se van marginando importantes elementos propios de la época preurbana, al tiempo que se imponen los criterios que aunque todavía en su fase embrionaria, serán los que definan el siguiente período republican.
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